Un día encontré a mi alma gemela. La conocí una noche… en un sueño.
Mi vida siempre había estado vacía, era un paria, un bulto, un escombro
con un buen trabajo. Creo que tenía algún amigo, mi familia parecía apreciarme.
Mis padres estaban orgullosos, no en balde había logrado una buena colocación,
tenía un sueldo suculento que podía gastar en un montón de vicios, buenos
trajes, alcohol, tabaco, alguna droga de diseño que conjuntaba con esos trajes
de Armani. Tenía toda la compañía que podía desear solo con poner un billete
sonrosado sobre la barra de un bar de cinco estrellas. Pero estaba solo.
Siempre estaba solo…
Sí, a pesar de la vida frívola que llevaba, siempre había sido un
romántico.
La primera noche la vi al fondo de la barra. Era el lugar donde siempre
acabábamos las noches. Un antro de mala muerte que permanecía abierto gracias a
los sobornos que el dueño le pagaba al concejal. Era un tipo gordo y bajito.
Siempre llevaba un traje pasado de moda y raido en los codos, pero a él no le importaba
que la prenda le quedara pequeña ni que acusara el paso del tiempo. Tampoco
parecía que le molestaran esos lamparones de grasa que lucía como medallas de
guerra en la solapa de la chaqueta. Simplemente era asqueroso verlo comer su
hamburguesa, todas las noches en el rincón más apartado del garito.
El local recogía lo mejor de cada casa a partir de las cuatro de la
mañana. Las putas más jóvenes aún reclutaban clientes a los que satisfacer,
mientras que las viejas y gastadas terminaban sus jornadas y se ofrecían por
unas copas que no podían pagar. Algún incauto, borracho o completamente puesto
de sustancias alucinógenas, permitía que se la chuparan en el callejón de al
lado por un güisqui sin hielo.
Los clientes VIP, sin embargo, descendían a las profundidades de la
ciudad acompañados por las chicas más guapas. A la derecha de la entrada
principal se abría la puerta al paraíso de los burdeles y del juego prohibido.
Al bajar las escaleras de aquel exiguo y solitario local se entraba en un mundo
bañado en un ambiente de luz azul. Aquello me ocurrió a mí la primera noche en
que la vi.
Me acerqué hasta ella lleno de confianza, pero me desarmó invitándome
primero a una copa. Conversamos un rato. Hablaba de su infancia en un pequeño
pueblo cerca de Oviedo, de sus sueños por convertirse en una chica Almodóvar a
los quince años, de sus estudios de medicina en Madrid, de sus relaciones
rotas, de lo que estaba por venir… Lidia, me dijo que se llamaba Lidia.
Mi acompañante desconocida me condujo a un pasillo interminable al otro
lado de una tupida cortina. La disposición del sótano escapaba a toda lógica y
sólo podía explicarse dentro de la utopía de una ciudad-butrón. Una ciudad
paralela a la real y subterránea, cuyas dimensiones y funcionamiento
respondieran a otros parámetros. El pasillo parecía no tener un final claro. A
esas horas, ya tarde, de madrugada, guardaba silencio: el tiempo parecía flotar
bajo una luz tenue y aséptica que generaba brillos en el suelo. A ambos lados
se sucedían puertas, hasta perder la cuenta.
Estaba perplejo, mientras mi acompañante abría la puerta más inmediata
que daba acceso a un cuarto con una cama grande, no dejaba de plantearse la
posibilidad de que, en la distancia, a ese mismo pasillo desembocaran otras
escaleras de otros burdeles. La chica me empujó hasta la cama. Una vez tendido
en ella la vi cimbrearse hasta el rincón que escondía una pequeña nevera.
Preparó lo que parecía un cóctel de color verde y me lo acercó hasta los
labios. “Bebe”, susurraba suavemente, “bebe”, decía con voz de terciopelo.
Desperté de repente, empapado en sudor frío. ¿Había tenido una pesadilla?
No, no era eso… La boca me sabía a sangre y solo podía oler la podredumbre de
los cuerpos putrefactos. De un salto, con el estómago revuelto, me metí en la
ducha. Froté con todas mis fuerzas, pero el olor no desaparecía... En el
trabajo no podía concentrarme y cada vez que cerraba los ojos una cara venía a
mi cabeza y una voz… Una voz suave y lejana, de mujer, que me decía: “Lidia”.
Me dirigía a mi casa cuando me crucé otra vez con su sonrisa. Llovía
tanto que apenas se veía nada a menos de dos palmos de distancia; sin embargo,
la reconocí. No sé exactamente cual fue el resorte que me hizo frenar, pero
clavé el coche en medio de la calle y lo abandoné lanzándome a perseguir al
espectro que conocí en aquel sueño.
Corría tras la gabardina roja por un sinfín de calles plagadas de
paraguas multicolores sin llegar a alcanzarla. Parecía que el corazón me
palpitaba como no lo había hecho nunca. Casi al final de la avenida la vi girar
a la derecha; seguí sus pasos por numerosos callejones obsesionado por la idea
de encontrarla y poseerla y sin darme cuenta de que la había perdido de vista.
Extenuado, dejé de correr sin rumbo. Me doblé apoyándome en las rodillas
para poder respirar. “Lidia… Lidia…”, oía dentro de mi cabeza, “Lidia…” Una
terrible paz se apoderó de mí y cerré los ojos un instante para sentir su
plenitud. Me trasladé a la chopera donde de pequeño jugaba a ser capitán de un
gran ejército. Tenía ocho años y peleaba contra los árboles. Daba tajos a
diestra y siniestra con una rama seca que se rompía en mil astillas al chocar
contra la corteza del enemigo. Al perder la espada corría a refugiarme:
“¡Soldados! ¡A mí! Me atacan…” Conseguía milagrosamente una nueva arma y volvía
a la carga.
Como si mi vida dependiera de ello, me lancé como un loco hacia el
general de los chopos, pero entonces algo desvió mi atención. Entre los árboles
vi la gabardina roja. Paré un momento, sus ojos se cruzaron con los míos. Mi
infantil mano soltó la rama y como hipnotizado, avancé hasta la chica que me
esperaba sentada en un tronco caído.
Cuando llegué a su altura, extendí los brazos para rodearla por la
cintura. Apoyé mi cabeza entre sus pechos y al separarme volvía a ser yo: el
mismo de la noche anterior, con mi traje y corbata. Ya no estábamos en el
idílico bosque de mi niñez, sino bajo la lluvia en un sórdido callejón sin
salida. Ella se separó un poco de mí y dio unos pasos. Como yo estaba
completamente inmóvil se giró hacia mí y me tendió su cálida mano. Me aferré a
esa sensación y eché a andar tras ella. Una puerta que había tras las escaleras
de incendio del edificio de la derecha se abrió y volví a sumergirme en el
abismo soterrado de la gran ciudad.
Pronto, todo se volvió negro, oscuro: ruido. Comencé a oír los cláxones
de los coches, furiosos, gritos e insultos. Alguien se cagaba en una sufrida
madre… en la mía. Tenía las dos manos en el volante y la mirada perdida. El
semáforo había pasado ya dos veces por el verde y una señora de unos cincuenta
años aporreaba de mal humor mi ventanilla. Metí primera y me alejé de ellos sin
mirar atrás, quemando rueda y dedicándoles un saludo por la ventanilla con mi
dedo corazón.
Abrí el congelador, saqué tres cubitos de hielo y los dejé caer en un
vaso ancho de sidra. “Clinck, … clinck, clinck”, me deleité con el sonido que
hacían al chocar y con el de la ginebra cayendo sobre ellos. El burbujear de la
tónica me reconfortó hasta un extremo que no imaginaba. Encendí la televisión
para que me acompañara mientras me tiraba en el sofá a pensar qué es lo que me
había ocurrido aquella tarde. Media botella de Larios más tarde, volví a sentir punzadas en la cabeza y ese olor a
muerte con el que me había levantado una mañana. No había nada en mi nevera que
estuviera descomponiéndose así que me metí en la cama dando tumbos después de
abrir todas las ventanas de mi apartamento.
Soñé con una mujer sin rostro. Soñé un cuerpo voluptuoso, blando y
sonrosado; lleno de curvas imposibles. Mis manos ascendían por unas piernas
suaves, largas, interminables; acariciaba el interior de los muslos mientras
besaba su pubis rasurado. Mi lengua se deslizaba lentamente por sus labios
húmedos y tras el monte de Venus veía como su vientre firme y liso se contraía
al compás suave de un “así,… más,… sigue…”. Repté por su cuerpo para poder
besarle el cuello, largo y tenso, que sostenía su cabeza echada hacia atrás,
pero tuve que detenerme entre sus pechos. Lamí los pequeños botones rosas
haciendo círculos con la lengua. Intenté abarcar la amplia aureola sorbiéndola
en mi boca. Mi mano derecha apretó su pecho izquierdo mientras mis dientes se
clavaban en el derecho. Un gemido de placer me hizo retroceder momentáneamente
para observar la escena desde arriba. Estaba sobre ella y mis manos llenas de
pintura dejaban un rastro verde y rojo a lo largo de todo su cuerpo. Giró entre
mis piernas, lo que antes era una sábana se tornó en un lienzo de susurros y
gemidos. “Lidia, Lidia…”, me oía decir sin que mi boca articulara una palabra.
La penetré desde detrás y sentí un espantoso frío, pero no pude dejar de
poseerla, de hacerla mía con cierta violencia.
La luz del sol llenó mi habitación. La cabeza me dada vueltas, así que
desayuné café y dos aspirinas. Bajo el chorro de la ducha me masturbé, como de
costumbre desde que vi American Beauty.
Me puse el traje marrón con una camisa verde lima y salí hacia el trabajo. Al
llegar a la oficina, el jefe estaba esperándome. “Tengo que hablar contigo”, me
dijo y me introdujo en su despacho. Se sentó tras la mesa y me indicó que
hiciera lo mismo en una silla que había al otro lado. El día no podía empezar
mejor: me ofreció un ascenso que llevaba incluido un suculento aumento de
sueldo, además de una nueva secretaria para alegrarme la vista y, por qué no,
hacer algo más ligero mi trabajo.
Me dirigí a mi nuevo puesto con una sonrisa de oreja a oreja. Paseé con
mi mano el cuero negro del butacón donde reposaría mi trasero. Cuero de verdad,
no ese asqueroso polipiel de las sillas de los oficinistas del tercero. Comencé
la jornada echando un vistazo a los informes que esperaban en mi mesa. Las
ventas habían subido gracias, sobre todo, a mi dedicación. Es lo bueno de no
poseer vida familiar, mi vida se resumía en dos partes: trabajo y drogas. Y en
cuanto a estas, me hacían rendir mejor en mi trabajo.
Solo fue un pequeño descanso para la vista, pero cuando levanté la cabeza
allí estaba ella al fondo de la oficina, riendo las gracias del tontolaba de
Alfredo. Traté de controlar los nervios, me levanté de la butaca, abroché el
botón de mi chaqueta y fui acercándome lentamente sin perderla de vista. De
pronto, una secretaria nueva se topó en mi camino preguntándome en qué piso
estaba el archivo. Contesté con un gruñido y me la quité de en medio en
seguida, sin embargo, Lidia ya no estaba allí. Corrí al ascensor, estaba
ocupado y solía tardar una eternidad, así que me dirigí a las escaleras.
Bajé los seis pisos casi de un salto, me abalancé a la calle. Mi chica se
metía en un coche; yo cogí prestada la moto de un pizzero y la seguí por la ciudad como un loco; obsesionado con la
idea de perderla de nuevo. No podía permitirlo. Bajó del coche unas manzanas
más allá, yo tiré la moto y corrí hacia ella.
Por fin la agarré, pero no sonaban los violines, estaba en mi casa. Ella
reposaba en mi cama muerta y lo que yo creía pintura no era otra cosa que su
sangre en mis manos, en la almohada, en las sábanas… La putrefacción que
emanaba inundaba todo el apartamento. Su cadáver corrupto me miraba con la
expresión del pánico. La había matado la noche en que la conocí. La ciudad
había enmudecido y ya no escuchaba otra cosa que su nombre en mi cabeza:
“Lidia, …Lidia…”, cada vez más lejano, como un eco. “Lidia”